Migrantes go home

El artículo siguiente fue publicado en el periódico italiano Il Manifesto el 02 de agosto de 2025

Por Simone Ferrari

Puerto Obaldía (Panamá) – Omar baja cojeando de una lancha oxidada. Tiene 30 años, algunos tatuajes en las manos, los hombros y brazos cubiertos con una bandera de Venezuela. La lleva con orgullo desde que comenzó su viaje de regreso a casa: “En este continente nadie nos quiere. Al menos conocimos algunos lugares nuevos…”, bromea con una sonrisa a medias. La bandera le ha servido para protegerse del sol: el último tramo del viaje de regreso, desde el oeste de Panamá hasta la frontera con Colombia, duró casi diez horas. La lancha en la que viajaba tiene capacidad máxima para quince personas, pero iban al menos treinta a bordo, incluidos varios niños. Uno de los motores falló en mar abierto y la embarcación llegó a duras penas a Puerto Obaldía. “Tuvimos suerte con el clima”, nos dice el capitán. “Ayer hubo una tormenta fuerte y una lancha como esta se volcó”.
Como Omar, en los últimos meses miles de venezolanos han cruzado el mar Caribe para regresar a su país de origen. Muchos de ellos partieron el año pasado hacia Estados Unidos, en una travesía larga y llena de peligros. Una medida humanitaria promulgada por el gobierno de Biden en 2022 permitía a los ciudadanos venezolanos ser acogidos en EE. UU. como refugiados políticos. Con la llegada de Trump, la medida fue eliminada y todo cambió. Entre los que regresan hay quienes incluso lograron cruzar la frontera con Estados Unidos, pero decidieron abandonar el país: “Vimos las imágenes de los vuelos de deportación”, cuenta Jaime, otro pasajero de la lancha que vivía desde hacía dos años sin papeles en Miami. “A algunos los mandan a cárceles en El Salvador. Arrestan gente al azar, sobre todo a los latinos tatuados: mejor regresarse”.
Mientras esperan los controles de las autoridades fronterizas, Omar, Jaime y otros treinta compatriotas venezolanos secan su ropa colgándola en las puertas de la única cancha de fútbol de Puerto Obaldía, el último pueblo panameño antes de entrar a Sudamérica. Las maletas que los migrantes llevan están cargadas por meses de desplazamientos y estadías temporales por Centroamérica. Omar partió hacia EE. UU. en octubre de 2024 y llegó a la frontera estadounidense después de más de cuatro meses: “Crucé a pie la selva del Darién, entre Colombia y Panamá. Duré tres días allá metido: frío, lluvia, hambre, barro. Vimos a personas heridas, otras desaparecidas. No se lo recomiendo a nadie”. Luego cruzó otras cinco fronteras, antes de ser rechazado en México. “De un día para otro, todo cambió. Ya nos tratan como delincuentes. Pero yo necesito trabajar para ayudar a mis hijas, a mi madre enferma”, relata mientras come con cierta prisa un atún enlatado que le ofrecieron en el centro local de acogida a migrantes.
El camino de regreso de Omar comenzó hace tres meses y aún no ha terminado: “No es fácil: el viaje es caro, no tenía plata para regresarme. Tuve que trabajar en muchos lugares para pagar el transporte. En México trabajé pelando pollo. Ahorré algo y seguí hacia el sur. Una noche en Guatemala, mientras dormía en la calle, me robaron toda la plata que tenía. Empecé desde cero: trabajé como albañil en Nicaragua, en Honduras barrí las calles, en Costa Rica trabajé de vigilante, cuidando un estacionamiento. Ahora ya casi llego. Estoy cojo porque hace ocho días me atropelló un carro en Costa Rica. El viaje en lancha no ayudó. Pero no puedo curarme hasta que llegue a Venezuela”.
Durante la travesía en lancha varios migrantes se sintieron mal. Los golpes de las olas y el sol abrasador provocaron heridas leves e insolaciones en dos niños: “Cuando viajamos tratamos de hacer comunidad. Entre todos ayudamos a las madres con bebés, nos turnamos para que descansen. La lancha es dura, pero mejor que cruzar el Darién”, cuenta Omar antes de recibir el sello de salida de Panamá y subir a otra embarcación precaria rumbo a Capurganá, en Colombia.
Capurganá se encuentra a solo unos pocos kilómetros de Puerto Obaldía: es el primer pueblo del lado colombiano de la frontera. A pesar del frecuente paso de turistas, se respira una tensión latente. El área está controlada por el grupo narco-paramilitar Clan del Golfo: en los últimos años el grupo se ha encargado de gestionar el tráfico de migrantes hacia EE. UU. Solo en el 2024, más de medio millón de personas provenientes de unos ochenta países del mundo llegaron a Capurganá con la intención de atravesar la selva del Darién rumbo a Panamá. Cada uno de ellos le pagaba al Clan del Golfo unos cientos de dólares para poder ingresar a la selva. En Capurganá proliferaron hoteles, pequeños restaurantes y tiendas que ofrecían productos y servicios para cruzar el Darién.
“De un día para otro se interrumpió el flujo. Bien por los que ganaron algo, pero los que recién estaban construyendo quedan sin nada”, dice Sebastián, colombiano de Cali. Él también iba camino a EE. UU., pero tras la elección de Trump decidió quedarse en Capurganá: “Demasiado peligroso para nosotros. No voy a cruzar la selva si en tres meses me toca estar de vuelta en Colombia o en prisión. Me quedé aquí. Soy zapatero, me gano la vida, no corro el riesgo de que me arresten: con eso me basta”.
A su lado, el dueño de un restaurante relata cómo el tránsito migratorio de los últimos dos años transformó la economía fronteriza: “Capurganá es un pueblo de tres mil personas. El año pasado llegaban dos mil migrantes al día. Podías ver a muchachos de 14 años que se ofrecían como guías, cobraban hasta 100 dólares por llevarle las maletas a los migrantes durante una tarde. En dos meses ahorraban cinco mil dólares: ya no querían ni volver a la escuela”.
Hoy las oportunidades de ganar dinero con los movimientos migratorios se han reducido, y muchos jóvenes que se acostumbraron a esos nuevos estándares de riqueza se están dedicando al narcotráfico. En esta región de Colombia el contrabando ha integrado históricamente la economía local, y la exportación de cocaína por mar hacia Norteamérica es una actividad socialmente aceptada y lucrativa. Sin embargo, en los últimos años los lancheros locales habían dejado esa labor para dedicarse al transporte de migrantes. Cuenta uno de ellos: “Los migrantes te tienen miedo, saben que esto es mafia, pagan enseguida y no protestan. Con la cocaína nunca sabes cómo va a terminar. No sabes si la policía te va a detener, si te pagan al llegar, si los mexicanos a quienes vendes el producto no van a delatarte si los arrestan… Con los migrantes no existen esas dudas”.
Como tantas veces en la historia del continente, la frontera del Darién es un lugar de observación implacable, que deja al descubierto las violencias estructurales de las Américas. Mientras muchos lancheros locales están volviendo al narcotráfico, Omar, ya a pocos kilómetros de Venezuela, confiesa: “Estados Unidos ya no es un sueño. No mientras exista ese señor (Donald Trump, ndr). He tratado de ganarme la vida en muchos países. No lo logré: ya me voy a ir por mi casa, estar cerca de mis hijas. No pude apoyarlas desde el extranjero, lo intentaré en Venezuela”.

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