Colonialità del potere, eurocentrismo e America latina vent’anni dopo

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Di Daniele Benzi

Aníbal Quijano (1930-2018) è stato fra i grandi esponenti della tradizione del pensiero critico latinoamericano. Sono particolarmente legato alla sua lezione perché sin da quando ero uno studente in Messico, più di dieci anni fa ormai, mi ha fornito una chiave di lettura fondamentale per leggere i conflitti profondi, e non solo sociali, dell’America latina. Sono particolarmente legato alla sua lezione, anche, perché è stato un intellettuale di una rara integrità politica e morale, votata in modo instancabile a ciò che descrisse come la “socializzazione radicale del potere”, cioè, “la devoluzione diretta e immediata alla gente del controllo sui bisogni vitali della propria esistenza sociale”.

La teoria della Colonialità del potere fu elaborata durante la fase matura del suo pensiero, a partire dagli anni ’80, in una epoca di disillusioni e grandi ripensamenti nella sinistra mondiale. È diventata il leit motiv di un programma di ricerca noto come “giro decoloniale” che è cresciuto molto negli ultimi due decenni avendo come nucleo propulsore alcuni Dipartimenti in Università statunitensi e latinoamericane, specialmente in Colombia ed Ecuador. Anche in Italia se ne è parlato e sono stati tradotti alcuni testi chiave. Certamente, però, più importante è il fatto che la Colonialità del potere sia diventata il leit motiv di numerosi movimenti sociali dall’epoca del Forum Sociale Mondiale. È stata, cioè, una delle “grandi narrazioni” del movimento no-global, particolarmente del suo segmento latino-afro-atlantico-americano.

Come ricercatore interessato alla storia mondiale ed alla sociologia macro-storica, ho sempre nutrito dei dubbi riguardo la proiezione globale della teoria di Quijano. Tale proiezione è invece uno dei pilastri dei suoi scritti e, sebbene in modo più implicito che esplicito e spesso in maniera piuttosto superficiale, dei sostenitori del “giro decoloniale”. La concettualizzazione del sistema-mondo moderno proposta da Immanuel Wallerstein ne costituisce la premessa più che la base, evidenziando comunque una differenza importante rispetto all’approccio in qualche modo imparentato degli studi post-coloniali. D’altra parte, le aree e i temi principali di indagine di queste scuole riguardano soprattutto la cultura, in senso ampio, lasciando all’economia politica ed alla geopolitica uno spazio marginale se non nullo nelle loro analisi. Il caso di Quijano è abbastanza diverso perché il sociologo peruviano ha anche cercato di approfondire ed ampliare la visione del capitalismo storico di Wallerstein.

Ho detto che ho sempre avuto dei dubbi riguardo la proiezione globale della teoria della Colonialità del potere, ma finora mi era mancato il tempo di approfondirli seriamente (confesso che il “giro decoloniale” in sé non mi è mai interessato granché). D’altra parte, mi pare che l’immagine della Colonialità sia stata estremamente efficace per cogliere lo Zeitgeist di una epoca, l’apoteosi della globalizzazione neoliberale trionfante e la necessità di unificare contro di essa tutti i “Sud del mondo”. Quest’epoca è finita. E la morte di Aníbal Quijano, il 31 maggio del 2018, mi ha spinto a intraprendere questa ricerca. Forse non l’avrei fatto se la globalizzazione non fosse implosa, se il movimento no-global stesse ancora all’avanguardia della resistenza mondiale e, soprattutto, se in questi dieci anni non si fosse consumata, in tutti sensi, l’esperienza della “svolta a sinistra” in America latina. È possibile che non l’avrei intrapresa, in altre parole, se il “caos sistemico” non si fosse installato negli affari del mondo e quindi, consapevoli o meno, anche nelle nostre vite.

L’inizio del mio studio è un omaggio ad Aníbal Quijano che apparirà a breve nella rivista messicana dell’UNAM Latinoamérica. Il testo a continuazione, invece, anch’esso in spagnolo, formerà parte di un articolo a tre voci che prende spunto dall’anniversario della pubblicazione nell’oramai lontanissimo 2000 di uno dei suoi saggi più influenti. Lo spirito che mi anima è quello di seguire nel modo più coerente possibile la tradizione del pensiero critico e insubordinato del sociologo peruviano, interrogandolo con grande affetto e considerazione ma anche senza tregua, per cercare di dare un senso a un presente che appare ogni giorno più confuso.

Colonialidad del Poder, Eurocentrismo y América Latina desde la sociología macrohistórica

“Colonialidad del Poder, Eurocentrismo y América Latina” es probablemente el ensayo más citado y leído de Aníbal Quijano. En realidad es el único a menudo. Sugiero tres posibles razones. La primera es que intenta sintetizar en un solo texto todos los ejes de su pionera reflexión sobre la “Colonialidad”. La segunda, es que fue publicado en un libro coordinado por Edgardo Lander (2000) que tuvo mucha resonancia. La tercera razón es porque condensa el clima intelectual de una época, captando la esencia del espíritu altermundialista de fin de siglo.

Su íncipit tiene aún una fuerza evocadora impresionante: “La globalización en curso es, en primer término, la culminación de un proceso que comenzó con la constitución de América y la del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado como un nuevo patrón de poder mundial” (Quijano 2000, 281). La conclusión, un llamado que hace vibrar una cuerda sensible de la identidad latinoamericana: “En consecuencia, es tiempo de aprender a liberarnos del espejo eurocéntrico donde nuestra imagen es siempre, necesariamente, distorsionada. Es tiempo, en fin, de dejar de ser lo que no somos” (Ibídem, 344). En medio, está la descripción de lo que Robert W. Cox (2014 [1981]) conceptualizó hace cuarenta años como una “estructura histórica”, es decir, el “capitalismo colonial/moderno y eurocentrado”. Éste, en lo esencial, coincide con la caracterización del “moderno sistema mundial” de Immanuel Wallerstein (2000; 2004; 2011). Sin embargo, después de la publicación de un artículo escrito a cuatro manos con el sociólogo estadounidense (Quijano y Wallerstein 1992), Quijano puso mucho más énfasis en el papel material y simbólico de “América” en la conformación y sucesiva evolución del “sistema-mundo”. Para él “América se constituyó como el primer espacio/tiempo de un nuevo patrón de poder de vocación mundial y, de ese modo y por eso, como la primera id-entidad de la modernidad” (Quijano 2000, 282, cursivas en el original).

El pensamiento crítico y dialéctico es un proceso “de negociación perpetua de la relación entre particular y universal, entre abstracto y concreto” (Harvey 2019, 76). Un proceso de “confrontación continua de los conceptos con la realidad que se supone que representan y su adaptación a esta realidad ya que cambia continuamente” (Cox 2014, 138). Su valor se halla entonces más en las cuestiones que abre que en las respuestas que ofrece, siempre contextuales y provisorias de alguna forma. Es, por su propia naturaleza, un proceso inacabado y de incesante cuestionamiento y autocuestionamiento.

Aníbal Quijano fue un maestro de esta tradición. La teoría social que produjo durante más de cincuenta años, y en particular la arquitectura histórico-conceptual plasmada en la “Colonialidad del Poder”, tiene su baricentro en un equilibrio dinámico pero tenso entre la noción de “totalidad” de lo social y su “heterogeneidad” “histórico-estructural”. Una tensión que es el espejo de la relación dialéctica entre fundamento teórico y dato histórico, niveles y ámbitos del análisis, que caracteriza toda sociología histórica crítica. Pero ella refleja, también, la “peculiar tensión del pensamiento latinoamericano” y su compleja herencia (Quijano 1990: 33).

Creo que el clima intelectual en que fue elaborado “Colonialidad del Poder, Eurocentrismo y América Latina”, hace veinte años, era particularmente propicio para insistir en los aspectos más universales, abstractos, de continuidad y, de alguna forma, homogéneos del patrón de poder mundial basado en la Colonialidad. Era, al fin y al cabo, el momento de su culminación a raíz del aparente triunfo de la globalización neoliberal. Sugiero que el tiempo trancurrido desde entonces nos invita a explorar con mayor detenimiento los elementos más particulares, concretos, discontinuos y heterogéneos del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado. El ensayo de Quijano proporciona un excelente punto de partida. No obstante, como todo “gran relato”, está sujeto al escrutinio del tiempo, esto es, a las cambiantes condiciones del mundo que influencian nuestra percepción del presente y visión del pasado, así como a las nuevas ideas y materiales que la investigación científica nos aporta para conceptualizar, representar e interpretar ese pasado a la luz del presente, en la búsqueda, a tientas, de imágenes y acciones para inventar el futuro.

A diferencia de la mayoría de sus lectores, mi apreciación del trabajo de Aníbal Quijano es indisociable de una perspectiva sociológica macrohistórica. De acuerdo con un quinteto de reconocidos estudiosos:

[l]os sociólogos macro-históricos estudian los orígenes del capitalismo y de la sociedad moderna, así como la dinámica de los antiguos imperios y civilizaciones. Al observar los patrones sociales en el largo plazo, consideran que la historia humana se mueve a través de múltiples contradicciones y conflictos, cristalizándose por largos períodos de tiempo en configuraciones no permanentes de estructuras interrelacionadas (Wallerstein, Collins, Mann, Delurgian, Calhoun 2013, 5).

El capitalismo colonial/moderno y eurocentrado, a menos de considerar la Colonialidad del Poder como un motivo abstracto e intemporal, un discurso genérico y monocorde o un lenguaje especializado sobre la subjetividad, los imaginarios y el saber, corresponde a este tipo de enfoque. Pues cuando se juntan todas las piezas del rompecabezas armado por Quijano y se trenzan los hilos de una trama urdida de forma relativamente más estructurada solamente en “Colonialidad del Poder, Eurocentrismo y América Latina” y en otro ensayo, “Colonialidad del Poder y Clasificación Social” (2000a), lo que emerge es precisamente el bosquejo de una configuración histórica repleta de contradicciones, conflictos y estructuras interrelacionadas.

El capitalismo colonial/moderno y eurocentrado es, en otras palabras, un sistema o una estructura histórica laberíntica que Quijano se esforzó de desenredar entretejiendo cuatro hilos principales: una teoría histórica del capital, esto es, del capitalismo, concebido como un engranje de extracción y trasferencia de valor mediante el control y subordinación al capital de todas las formas existentes de trabajo (2000, 285-286; 309-310); una teoría histórica de la clasificación social, cuyo fundamento se encuentra en la categoría “raza” enlazada a una nueva “división racial del trabajo” (Ibídem, 283-285; 286-292); una teoría histórica de la modernidad y del eurocentrismo interpretado como una “perspectiva de conocimiento” que instaura una nueva intersubjetividad mundial (Ibídem, 293-308; 310-318); y, finalmente, una teoría histórica del moderno Estado-nación percibido como un proceso de “relativa […] pero importante y real democratización” de las relaciones de producción y de las instituciones políticas (Ibídem, 319-338).

Las grandes estructuras históricas se transforman o se desploman muy lentamente (Wallerstein, Collins, Mann, Delurgian, Calhoun 2013, 163). No son eternas y no hay razones para suponer que el capitalismo colonial/moderno y eurocentrado sea una excepción. En este sentido, el propio concepto de Colonialidad sería nebuloso al margen de la larga duración braudeliana. Por otro lado, “[l]a reciente Gran Recesión nos obliga a todos a pensar profundamente sobre las perspectivas del mundo. La cuestión central no es solamente la perspectiva de la persistencia del dominio económico estadounidense o su hegemonía geopolítica, ni a qué lugar del mundo pasará ese dominio, sino si es probable que ocurra una gran transformación estructural” (Ibídem, 163-164). En cuaquier caso, la (re)emergencia del Este asiático y particularmente de China paralelamente a la decadencia occidental configura el telón de fondo de esa transformación.

El sentido de reabrir determinadas cuestiones tiene la urgencia de arrojar alguna luz sobre la “crisis raigal de la colonialidad global del poder” actualmente en curso (Quijano 2011, 81). En una época de “colonialismo insidioso” (Santos 2018), pero al mismo tiempo de paulatina disgregación y fragmentación del patrón mundial de poder fundado con la Colonialidad, ello podría resultar hasta útil para seguir reflexionando sobre la cuestión de la(s) identidad(es) de América Latina y de su lugar en el mundo moderno y contemporáneo. Nuestro conocimiento sociológico de la historia mundial nos permite hoy en día repensar algunos asuntos del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado y de la Colonialidad del Poder.

La proposición general que sirve de marco para todas las demás tiene que ver con la oportunidad de profundizar el debate sobre los perímetros espaciales y eslabones temporales de la “totalidad” capitalismo colonial/moderno y eurocentrado ampliando la perspectiva histórica y mundial de referencia. Mi argumento es que su “heterogeneidad estructural”, es decir, el distinto alcance, la profundidad y persistencia de la Colonialidad, tanto material como simbólica, depende en gran medida de ellos. Simplificando con una imagen, resulta bastante intuitivo que el imaginario de los quinientos años de resistencia de los pueblos originarios contra la dominación europea, alude a una experiencia muy diferente a aquella figurada como el siglo de humillación del Imperio y pueblo chino.

En la época de la primera modernidad y por lo menos hasta mediados del siglo XVIII, esto es, durante toda la etapa fundacional del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado, la influencia de los agentes del colonialismo fuera de “América” –soldados, funcionarios, comerciantes, misioneros y migrantes europeos– fue extremadamente limitada cuando no insignificante. Aun más importante es que en este periodo surgieron o se consolidaron en vastas áreas del mundo grandes Estados e Imperios cuyas relaciones con “Europa” se dieron en un plan de igualdad o superioridad política, paridad o supremacía económica y de escaso o nulo interés por su cultura. Como subraya John Darwin, la historia colonial europea no ocurrió en una especie de “aislamiento espléndido del contexto más amplio de la historia mundial” (2012, 74). Uno de los méritos de la historia global no eurocéntrica es precisamente haber liberado al mundo no occidental de la apática somnolencia en la que el eurocentrismo, liberal o marxista, intentó relegarlo (Hobson 2004). Desde esta mirada, la “gran divergencia” (Pomeranz 2000) entre el mundo euroatlántico y el mundo euroasiático del siglo XIX es escasamente intelegible fuera del marco de la “revolución euroasiática” (Darwin 2012) que entre 1750 y 1830 rompió el equilibrio de la primera edad moderna. No se trató solo de independencias y revoluciones en el área euroatlántica. Y si bien la explotación de las colonias americanas jugó un papel crucial en esa transformación, es dudoso que haya sido el único o el decisivo (Pomeranz 2000; Hobson 2004; Darwin 2012; Anievas y Nişancioğlu 2015).

La otra cara del argumento resalta que “[los] pueblos [sometidos por los europeos] no eran semejantes, uniformes so pretexto de que aún no habían sido colonizados; y así como una colonización pudo diferir de otra, también la respuesta de las sociedades conquistadas varió en relación con su pasado e identidad propia” (Ferro 2000, 14). Esta observación tiene un corolario importante. Descentrar la mirada ha sido un aporte clave del programa de investigación de los estudios subalternos, poscoloniales y decoloniales. En todos estos casos el descentramiento tuvo que ver con la experiencia de regiones (India, África sub-sahariana, América Latina) y sujetos específicos (campesinos, pueblos indígenas, negros y mujeres básicamente). Sin embargo, a la hora de ampliar el marco histórico y sociológico de la síntesis de Quijano, es muy útil también tomar en cuenta detenidamente el punto de vista y la actuación de las élites y clases dominantes no occidentales, así como de los estratos medios. La enorme vitalidad y variedad, difusión e hibridación entre culturas invita a problematizar la idea de que hayan sido colonizadas en su totalidad por el eurocentrismo. Ello, por supuesto, implica también examinar sus rasgos imperiales y etnocéntricos, nacionalistas y capitalistas (o al menos protocapitalistas) ya ostensibles antes, durante y después de la colonización occidental.

Asimismo, es oportuno no ceder a la tentación de reificar a “Europa” y al “ser” europeo. La persistencia a lo largo del tiempo de rasgos comunes, en particular aquellos que atañen la percepción y racionalización de su superioridad cultural y en algún momento biológica, es indudable. No obstante, un elemento clave en la dinámica del colonialismo e imperialismo occidentales concierne también a la peculiar belicosidad y el estado de guerra semipermanente infraeuropeas. Antes de 1945, la relativa “paz de los cien años” entre 1815 y 1914, no por azar el periodo de máxima expansión colonial, fue la única excepción importante en una historia plurisecular de conflictos atroces que, desde fechas tempranas, englobaron en su repertorio ideologías de supremacía religiosa, étnica, regional, nacional y aun racial.

Quijano muestra en sus escritos conciencia de estos y otros elementos. Sin embargo, su visibilidad en la conceptualización del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado es limitada. Ellos añaden nudos al laberinto, tornándolo más enredado, pero tal vez también más apto para pensar la crisis actual. Veamos brevemente algunos puntos relacionados con el capitalismo, la clasificación social y el eurocentrismo.

La piedra angular de la teoría histórica del capitalismo de Quijano consiste en darle la vuelta a la teoría marxista de la “articulación de los modos de producción” transformándola en la disputa por el control y la subordinación al capital de todas las formas existentes de trabajo (esclavitud, servidumbre, pequeña producción mercantil, reciprocidad y salario) (2000, 309-310). A partir de “América” postula su coexistencia junto con la formación de una “nueva tecnología de dominación/explotación” que combinando raza y trabajo establecería “por primera vez en la historia conocida, un patrón global de control del trabajo, de sus recursos y sus productos” (Ibídem, 288 y 286). Este giro concilia la realidad de un sistema-mundo capitalista desde el “largo siglo XVI” con la existencia simultánea de distintas formas de trabajo supeditadas al capital, una cuestión que para Wallerstein (2011, xx-xxi) fue siempre de escasa relevancia. No obstante, desarrollando las intuiciones de Mariátegui y otros autores, esta mirada enriquece mucho la reflexión sobre la especificidad de la “dependencia histórico-estructural” latinoamericana, más allá de las teorías de la dependencia de los años ’70 y de las contribuciones marxistas no ortodoxas como la importante aportación de Agustín Cueva (1990).

Ahora bien, la extensión de este argumento al plano global es un asunto que requiere sumo cuidado so pena de incurrir en generalizaciones históricamente poco fundamentadas. Hasta el siglo XIX las relaciones entre los agentes del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado y grandes Imperios y sofisticadas sociedades de mercado fue muy compleja. Su periferización no fue un proceso rápido, linear y en ciertos casos ni siquiera completo. Solo a finales de ese siglo sería posible hablar con alguna propiedad de una “sistemática división racial del trabajo” (Quijano 2000, 286). Ella fue extremadamente heterogénea y se apoyó en redes de producción y comercio ya marcadas por disparidades y con frecuencia discriminaciones étnicas, regionales, nacionales y aun raciales.

La cuestión abierta es cómo articular la sugerente idea de Quijano con la realidad del desarrollo geográfico desigual del capitalismo en diferentes ciclos hegemónicos y de acumulación (Arrighi 2010; Harvey 2019). La sofisticada narración de Anievas y Nişancioğlu (2015) tiene muchos puntos en común con el relato de Quijano y ofrece algunas pistas. También las teorías feministas sobre la reproducción social son esclarecedoras (Federici 2004; Fraser y Jaeggi 2018), así como los debates sobre el “capitaloceno” (Moore 2015). Sin embargo, nos dicen poco aún para explicar las radicales transformaciones en la geografía mundial del capitalismo del último medio siglo. Si es cierto que cualquier teoría crítica no puede prescindir de una mirada geopolítica, sobre las instituciones y la innovación científico-tecnológica, también lo es que a la luz de lo acontecido en las últimas décadas en América Latina, reanudar el diálogo entre la perspectiva de la Colonialidad del Poder y el renovado debate sobre la economía política de la dependencia podría revelarse muy fructífero.

La teoría de la clasificación social de Quijano tiene su meollo en la categoría de raza, “una construcción mental que expresa la experiencia básica de la dominación colonial y que desde entonces permea las dimensiones más importantes del poder mundial, incluyendo su racionalidad específica, el eurocentrismo” (2000, 281). Aún hay muchas cuestiones abiertas en torno a su genealogía, codificación y transformaciones históricas. No obstante, está claro que desde el siglo XV su elaboración intelectual corrió paralela a la expansión colonial europea, abarcando de forma flexible y heterogénea elementos culturales y religiosos, biológicos/fenotípicos/genéticos y ambientales (Wade 2015). Así es posible problematizar la continuidad y homogeneidad del concepto de raza que asoma en los escritos de Quijano y, de esta forma, entender mejor la persistencia y metamorfosis del racismo.

Más importante desde una mirada sociológica macrohistórica es cuestionar la primacía absoluta que el sociólogo peruano le asigna como criterio de clasificación de la población mundial. Aun cuando ella pudo haber sido predominante en algunas épocas y lugares, como en América Latina, la cuestión abierta sigue siendo la heterogénea articulación de la raza no solo con el trabajo y el sexo/género, sino también con otras formas de organización social y política basadas en identidades colectivas como la “etnia” (tribu, casta, parentesco, linaje) y el “pueblo-nación”, sin olvidar otros fenómenos de subjetivación y construcción identitaria, con la religión ocupando históricamente un papel destacado. Ello es importante también para entender distintas formas de resistencia al dominio occidental así como su reproducción en varias regiones y escalas. Por eso, podría ser útil revisitar la relación de la Colonialidad del Poder con las características peculiarmente latinoamericanas del “colonialismo interno” (González Casanova 1969). Por otro lado, un factor que desde época temprana también sirvió como criterio de diferenciación y clasificación de la diversidad humana y, destacadamente, de la superioridad europea, fue la comparación del desarrollo científico-tecnológico entre civilizaciones y culturas. La idea de las “máquinas como medida de los hombres” instituyó un formidable dispositivo de poder cuya relación con otras formas de clasificación social como la raza no puede subestimarse (Adas 2014). Esto conduce directamente a la cuestión del eurocentrismo.

Con buena paz de muchos estudiosos, habría que reconocer que el debate sobre los orígenes de la modernidad ya no tiene mucho sentido, al menos desde una perspectiva de historia global no eurocéntrica (Hobson 2004; Goody 2004). La “percepción del cambio histórico” estuvo presente en distintas sociedades antes de la constitución de “América” como “un nuevo espacio/tiempo material y subjetivo” (Quijano 2000, 304-305). Su mundialización, por otra parte, fue todo menos que linear llevando unos cuatro siglos. Es dudoso, además, que las instituciones hegemónicas de la modernidad europea, esto es, el Estado-nación, la familia burguesa, la empresa capitalista y la racionalidad eurocéntrica se hayan “universalizado” sin más, como sostiene Quijano, o que la “liberación humana” que el concepto de modernidad también envuelve, requiera, “necesariamente, la des-sacralización de las jerarquías y de las autoridades” (Ibídem, 300-306). En cualquier caso, el desafío actual es comprender la heterogeneidad más que la universalidad de estas instituciones y, en particular, la profunda crisis del formato europeo/occidental.

El eurocentrismo es para Quijano la elaboración de una perspectiva de conocimiento, o un modo de producir conocimiento, asociada al “etnocentrismo colonial y [a] la clasificación racial universal”. Un “accidentado proceso [que] implicó a largo plazo una colonización de las perspectivas cognitivas, de los modos de producir u otorgar sentido a los resultados de la experiencia material o intersubjetiva, del imaginario, del universo de relaciones intersubjetivas del mundo, de la cultura en suma” (Ibídem, 295). Sus bases ontológicas y epistemológicas se hallan en “la peculiar perspectiva histórica dualista/evolucionista” (Ibídem, 318) que fundamentó no solo el desarrollo científico-tecnológico europeo durante los siglos XVIII y XIX, sino también distintas teorías de la historia y de la cultura supuestamente universales. Estas premisas influenciaron también las ciencias sociales críticas. Paulatinamente, el eurocentrismo asumió los contornos de una ideología y aun de un sentido común bastante difuso. Sin embargo, de acuerdo con el propio Quijano, “la perspectiva eurocéntrica de conocimiento, debido a su radical crisis, es hoy un campo pletórico de cuestiones” (Ibídem, 313). Hemos avanzado mucho en varias de ellas.

Desde las obras pioneras de Eric Wolf (1982) y Janet Abu-Lughod (1989), las teorías históricas y culturales eurocéntricas han sido cuestionadas de modo brillante. No solo el parroquial universalismo kantiano o la teleología del espíritu hegeliana, sino las versiones mucho más sofisticadas que tienen como núcleo ciertos momentos de la obra de Karl Marx y el corpus completo de Max Weber (Blaut 2000; Goody 1994, 2004, 2006; Hobson 2004; Darwin 2007). Por otra parte, la ideología y el sentido común eurocéntricos están cada vez más devaluados, aunque siguen fuertes y no se puede excluir, como ocurrió en pasado, su rejuvenecimiento. Una cuestión abierta es la brecha entre el fortalecimiento de las críticas al eurocentrismo y su influencia muy modesta en la transformación de las estructuras y relaciones de poder de la vida cotidiana en el mundo occidental o a ello subalterno. También en el ámbito científico-tecnológico la perspectiva dualista/evolucionista está en crisis desde hace tiempo. Sin embargo, además de seguir sirviendo la máquina de reproducción y depredación capitalista, las alternativas basadas en otras ontologías y epistemologías se encuentran aún demasiado dispersas para desafiar un paradigma agotado.

Creo que la cuestión abierta más importante con respecto al eurocentrismo es cómo reflexionar y posicionarse frente a lo que siempre fue extremadamente arduo encajar en sus moldes, esto es, “Oriente”. El camino más fácil es seguir reproduciendo un orientalismo inercial o por omisión. El otro sería creer que Oriente o, más bien, el Este asiático y China habrían sido totalmente colonizados y que reproducirían de esta forma, por analogía o cuenta propia, la Colonialidad del Poder. Sospecho que ambas opciones no nos ayudan mucho a comprender el desmoronamiento del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado que está ante nuestros ojos.

He argumentado en otro texto que Aníbal Quijano podría ser considerado el último gran teórico latinoamericano del “largo siglo XX”, la era de mayor expansión del capitalismo colonial/moderno y eurocentrado marcada por la hegemonía mundial de Estados Unidos (Benzi 2020). Ahora que estamos viviendo su paulatino colapso, quizás sea más fácil advertir que la teoría de la Colonialidad del Poder posiblemente cierre también un ciclo largo de pensamiento crítico latinoamericano. De cierta forma, el ensayo publicado hace veinte años simboliza su culminación. Así que es necesario celebrarlo y cuestionarlo al mismo tiempo. Manteniendo viva la extraordinaria lección intelectual, política y moral de Aníbal Quijano.

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